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Frida Aizenman aizenman at earthlink.net
Wed Sep 29 04:50:50 UTC 2010


eltiempo.com 

17 de junio de 2001 

Por KARL TARO 

 

TOCANDO EL CIELO

Cuando le vio llegar aquella tarde, a Pasquale Scatturo le entraron dudas sobre la expedición que estaba dirigiendo. Habían alcanzado el primer nivel del monte Everest, y Erik (que era la razón de todo el viaje) había llegado al campamento 1 ensangrentado, enfermo y deshidratado.

Cuando le vio llegar aquella tarde, a Pasquale Scatturo le entraron dudas sobre la expedición que estaba dirigiendo. Habían alcanzado el primer nivel del monte Everest, y Erik (que era la razón de todo el viaje) había llegado al campamento 1 ensangrentado, enfermo y deshidratado.

"Estaba verde, literalmente", recuerda su compañero de expedición Michael O Donnell. "Parecía como si el boxeador George Foreman le hubiera dado una paliza de dos horas". En realidad, la paliza se la había propinado su compañero Luis Benítez. Erik se había caído por una grieta, y al bajar Benítez a rescatarlo le había raspado toda la nariz y la barbilla con el bastón de escalada. A esa altitud, la escasa densidad del aire no permite que las heridas cicatricen rápidamente.

Erik se desmayó en la carpa. Preocupado, el resto del equipo se sentó a hablar. "He estado pensando que quizás todo esto no sea una buena idea", dijo Scaturro. " Dos años de planificación, un documental y el ciego por poco no llega ni al Campamento 1?".

"El ciego" a quien hace referencia, no es otro que Erik Weihenmayer, de 33 años, y no se trata de ningún alpinista yuppie que ha sufrido un contratiempo en la montaña. Ciego desde los 13 años a causa de una enfermedad hereditaria de la retina poco común, comenzó con su asalto personal a los picos montañosos cuando era un simple veinteañero. Pero esta vez, en el Everest, también él había comenzado a dudar.

Durante aquella ardua ascensión al campamento por la catarata helada de Khumbu, Erik se cuestionaba por primera vez si su intento por convertirse en el primer ciego en llegar a la cumbre del monte Everest quizá no fuera sino un colosal error. En el Everest hay infinitas maneras de morir. Las hay espectaculares, como desplomarse por una grieta, quedar enterrado por una avalancha, o sufrir un edema cerebral por falta de oxígeno y que se te hinche el cerebro hasta rebosar literalmente el cráneo. Las hay también de lo más banales, como desorientarse por falta de oxígeno y echarse una siesta, ahí mismo en la nieve. Un "siesta" de la que uno despierta en el otro mundo.

Abriéndose camino a duras penas por la catarata helada, Erik estaba sufriendo tanto que había comenzado a preguntarse cuál de estos destinos le aguardaba. Le vinieron entonces a la cabeza todos los consabidos clichés sobre lo que hacen los ciegos normales, como afinar pianos o vender lápices, y empezó incluso a dar cierto crédito a tales estereotipos. Qué hacía un ciego como él en semejante sitio, deambulando por un mar de hielo movedizo, midiendo la distancia para saltar sobre una grieta 300 metros de profundidad y aterrizar, literalmente, en un terreno totalmente desconocido?.

A los ciegos les encantan los patrones fijos: los peldaños miden todos lo mismo aproximadamente, así como las cuadras de la ciudad, mientras que las aceras tienen todas más o menos la misma altura. Aprenden a detectar los patrones recurrentes de su entorno mucho mejor que los videntes y así se desplazan por el mundo.

Pero por la catarata helada de Khumbu, en el sendero por el glaciar del Himalaya, los patrones predecibles brillan por su ausencia; para cualquier ciego es una diabólica carrera de obstáculos. Su topografía cambia todos los años, igual que cambia al curso del río helado, y sortearla siempre implica superar tramos helados poco firmes y traicioneros, pasar por escalerillas atadas a modo de puente sobre grietas anchísimas, así como saltar las grietas algo más estrechas, y superar moles enormes de hielo. Todo ello debe hacerse evitando las avalanchas mientras uno se abre paso por un terreno helado absolutamente irregular.

En una catarata helada, el terreno no se ajusta a ningún sistema. "Sólo se puede apoyar el pie en ciertos sitios muy específicos; únicamente en ciertas rocas heladas. Hay grietas por todas partes, y todo es saltar, brincar y dar zancadas", recuerda Erik. Le llevó 13 horas ir por la catarata desde el campamento base hasta el campamento 1, a 6.100 metros de altitud. Scaturro había pensado que siete horas bastarían.

Normalmente, antes de ascender el Everest todos los expedicionarios necesitan atravesar por lo menos 10 trayectos helados, tanto para aclimatarse, como para transportar todo el material necesario para el ascenso.

A raíz del accidente de Erik, el resto de la expedición organizada por la Federación Nacional de Ciegos especuló con la posibilidad de dejarlo en el campamento 1 con cintas de video y comida, y dejar que el resto de sus compañeros y los sherpas cargaran todo el material que le correspondía a él. "Ni soñando", contestó Erik. Se negaba rotundamente a subir a la cumbre si no era como miembro de pleno derecho de la expedición. Al día siguiente se obligó a sí mismo a bajar de nuevo por la catarata. Terminó cruzando la catarata helada Khumbu diez veces, acortando el tiempo invertido a cinco horas.

A veces, cuando Erik está dando una conferencia motivacional para alguno de sus clientes corporativos, como AT&T, se le aproxima un gerente de mediana edad, gordo y pelado, y le dice, "ni siquiera yo me atrevería a hacer eso". Erik llama a esto el síndrome de "Ni siquiera Yo". Y muchas veces se muerde la lengua para no responder , "Tú estás gordo, fuera de estado y fumas. Por qué pensarías en hacer algo así? Solamente porque puedes ver?".

Al decir de todos, Erik posee un par de pulmones bien fuertes, un fino sentido del equilibrio, un torso extraordinariamente vigoroso y unas piernas y tobillos muy flexibles. Goza de excelente condición física y un ritmo cardíaco con muy pocas pulsaciones por minuto. Es más bajo y fornido que la mayoría de los montañistas, que suelen tener la silueta y los músculos más estilizados. Pero sí puede presumir de tener la cualidad más indispensable para todo gran escalador: la fortaleza psicológica; esa capacidad para soportar el frío intenso, las molestias, el dolor, el aburrimiento, la mala comida y la tediosa conversación propios de cuando los alpinistas se quedan varados por la nieve durante una semana a 6.100 metros de altitud en una carpa encaramada a una saliente de hielo de un metro de ancho. (Eso es lo que le pasó a Erik en la cumbre del Denali de Alaska, anteriormente llamado Monte McKinley.) En el Everest, ese vigor mental es probablemente la virtud más preciada que puede tener un montañista. "Psicológicamente, Erik es uno de los tipos más resistentes que he visto , dice su compañero de expedición Chris Morris.

En el Everest todos se enferman. El motivo puede ser la altitud, la comida sucia, el agua fétida, los parásitos intestinales o el ecosistema tan radicalmente distinto. En un día cualquiera, la mitad de los compañeros de Erik estaban enfermos de fiebre, y los demás tenían náuseas. Todos sufrían, además, algún tipo de disentería, que es una enfermedad muy poco oportuna cuando hay una tormenta de nieve y fuera de la tienda hace 30 grados bajo cero. No queda más remedio que mover el vientre en el vestíbulo de la carpa, o en una bolsa de plástico. "Puede ser un poco asqueroso", dice Erik. "Pero si te bajas los pantalones a la intemperie en 10 segundos los tendrás llenos de cinco centímetros de nieve compactada".

Llegar a la cima del Everest requiere entusiasmo e instinto de supervivencia. Hay que anhelar poseer la cumbre. Detrás de la barba y de su personalidad reservada, Erik alberga un corazón que es el pulmón psicológico de toda la expedición. "Fue el cuerpo y el alma de la expedición", comenta Eric Alexander. "Tiene una voluntad de hierro que no deja que uno se eche atrás".

Ahora Erik se ha convertido en toda una estrella: le piden autógrafos, la prensa lo llama por teléfono constantemente y los dueños de los restaurantes lo invitan a comer sin cargo. Pero, será porque la gente lo considera un espécimen de circo?.

Erik piensa que, en el peor de los casos, quizás sea así. El público en general no alcanza a comprender la magnitud de su gesta en el Everest, o asume que si un ciego puede alcanzar la cumbre de dicha montaña, cualquiera podría hacerlo también. Hay que reconocer que la mejora de las vías de comunicación hacia Nepal y los avances tecnológicos del material de escalada han hecho que coronar el Everest ya no se considere una hazaña tan prodigiosa como antaño. Hoy por hoy, durante la temporada de ascensión hay un constante trasiego de escaladores hasta la cima, o al menos eso parece, y el sendero está hecho un auténtico basurero, plagado de botellas de oxígeno vacías y otros desperdicios. Pero el Everest devora a quienes no se preparan bien y a quienes no tienen suerte. Casi el 90% de los que intentan alcanzar su cima fracasan. Muchos (más de 165 desde 1953) no regresan a casa jamás, y sus cadáveres quedan allí donde han exhalado su último aliento. El pasado mayo perdieron la vida cuatro alpinistas. "La gente piensa que, como estoy ciego, no paso tanto miedo; que, como no veo las grietas de 600 metros, no me intimidan", dice Erik. "Eso es absurdo: la muerte es la muerte, sea uno ciego o no".

Para Erik, que supo casi desde que aprendió a hablar que perdería la vista a comienzos de la adolescencia, el destacarse en el deporte ha sido el resultado de aceptar su minusvalía, y no de ocultársela a sí mismo. Durante su infancia en Hong Kong, y posteriormente en Weston (Connecticut), siempre fue deportista. Su padre Ed cuenta que "Erik era un niño bastante normal. Probablemente tendía a chocar su bicicleta contra los autos estacionados más a menudo que los demás niños de su edad, pero nunca hablamos demasiado de que iba a quedarse ciego".

Desde el punto de vista médico, su ceguera era una sentencia totalmente ineludible. "Para mí, la ceguera era como una enfermedad", explica Erik. "Era como el SIDA, o como algo que iba a consumirme". Piensen por un momento en su situación: tener 10, 11 años y saber que en algún momento durante la adolescencia, que las luces del mundo se apagarán_ Lógicamente, es algo que templa el espíritu de cualquiera; no en vano sus compañeros de expedición lo admiran tanto, pero la reacción normal de un niño sería meter la cabeza en el suelo como un avestruz.

Cuando se quedó ciego, Erik se negaba al principio a llevar bastón y a aprender Braille, e insistía en desenvolverse por la vida como si nada hubiera ocurrido. "Me daba pánico convertirme en un fenómeno", recuerda. Pero después de algún que otro incidente engorroso (ya no era capaz ni de encontrar el baño de la escuela) aceptó que necesitaba algún tipo de ayuda especial. Para Erik, esa aceptación fue la clave: había decidido no combatir su impedimento, sino aprender a sobrellevarlo; no iba a hacer caso omiso de su ceguera, sino a explorar lo que era capaz de hacer pese a ella; no iba a tratar de fingir que veía, sino a desarrollar sistemas para poder destacarse siendo ciego. "Conozco ciegos que se hacen pasar por videntes. Para qué?", se pregunta Erik.

Nunca más volvería a jugar al baloncesto, ni a atrapar una pelota de fútbol americano, pero entonces descubrió la lucha libre. "Me di cuenta de que agarrar a una persona y lanzarlo al suelo era algo que sí podía hacer", comenta. La lucha libre era un deporte en que la percepción y el tacto importaban más que la vista. Si lograba percibir dónde estaba descargando el peso su rival, o cómo cambiar su propio cuerpo de posición para su ventaja, tal vez pudiera destacarse en esta disciplina, gracias a su extraordinaria fuerza en el tronco. En su último año en la secundaria llegó a participar en el Torneo Nacional de Lucha Libre celebrado en Iowa.

La lucha libre le aportó también la confianza que necesitaba para adaptarse a la vida social de los adolescentes. Comenzó a salir con chicas a los 17 años; su primera novia fue una mujer con visión normal tres años mayor que él. Erik dice bromeando que no duda en utilizar su ceguera para cortejar a las chicas. "Lo del perro guía no falla nunca", explica. "Entras y dejas el perro guía afuera, y las chicas no te dejan en paz". Asimismo, pactó un código secreto con sus amigos, que le indicaban estrechándole la mano de cierta manera si la chica con la que estaba hablando era atractiva o no. "Sólo por ser ciego uno no se vuelve un ser más profundo ni desprovisto de ego. Yo soy un tipo normal, sólo que busco cosas distintas en las chicas", destaca. "La piel suave, un buen cuerpo, la musculatura_ todo eso es más importante para mí".

Y la voz es fundamental. "Mi esposa tiene la voz más hermosa del mundo", declara Erik. Erik y su mujer se casaron en 1997, y tienen una hija de un año, Emma.

Al principio, Erik salía de caminata por las montañas con su padre cuando tenía 13 años; era su manera de entrar en contacto con la naturaleza. Iba con su bastón blanco, pero pronto se cansó, frustrado por los constantes tropiezos con las piedras, raíces, ramas y troncos del camino. Pero cuando probó por primera vez la escalada en roca a los 16 años en un campamento para minusválidos en New Hampshire, quedó fascinado. Al igual que la lucha libre, la escalada era un deporte en el cual la ceguera no suponía un obstáculo insalvable. Comenzó a practicar con tesón, y posteriormente pasó al montañismo.

Ver escalar a Erik recuerda a una araña. Sus manos parecen las antenas y recopilan información constantemente al tantear; analizan cada grieta, cada hendidura, cada hueco, cada saliente y cada borde. Con esos datos dibuja mentalmente un mapa de ruta. "Es parecido a la lucha libre, sólo que en lugar de tener un tipo entre manos, tengo una roca", explica. "Es un hermoso proceso parecido al de armar un rompecabezas". Es un escalador de gran categoría, y ha guiado a diversos equipos por diferentes tramos de la famosa montaña El Capitán en el parque nacional estadounidense de Yosemite. En el hielo, donde un mal golpe con un pico puede desencadenar una avalancha, Erik ha aprendido a golpear levemente el hielo con el pico para ver cómo suena. Si tintinea, lo descarta. Si hace un sonido más seco, como el de una cuchara golpeando mantequilla, sabe que el hielo es firme.

Pese a sus éxitos como montañista (ha alcanzado la cumbre en el Denali, en el Kilimanjaro en Africa y en el Aconcagua argentino), Erik consideraba inexpugnable el Everest hasta que dio con Scaturro en una feria de artículos deportivos en Salt Lake City (Utah). Scaturro, que había coronado ya el Everest, había oído hablar de Erik, y se llevaron muy bien nada más conocerse. Scaturro, un geofísico acostumbrado a organizar expediciones de las compañías petroleras para encontrar crudo, comenzó a rumiar la idea de organizar un equipo capaz de llevar a Erik hasta la cima del Everest.

Escalar con Erik no es muy diferente a escalar con un montañista vidente. Sólo es cuestión de ponerse una campanilla en la mochila, y él sigue el sonido: asciende con la ayuda de unos bastones especialmente diseñados a su medida que le permiten percibir las características físicas de la roca. Sus compañeros de escalada le van gritando advertencias ciertamente dignas de escuchar: " Precipicio sin fondo medio metro a tu derecha!". Escala muy rápido, y suele dar alcance a los escaladores menos experimentados que tiene delante. Todos sus compañeros tienen alguna cicatriz de algún bastón que les ha clavado involuntariamente Erik cuando se quedaron rezagados.

Para el asalto al Everest, Scaturro y Erik formaron un equipo compuesto por escaladores con experiencia en dicha montaña, y una serie de amigos de confianza de Erik. Scaturro redactó su propuesta para la expedición en Braille, y se la entregó a Marc Maurer, presidente de la Federación Nacional de Ciegos. Maurer la leyó, e inmediatamente accedió a aportar 250.000 dólares a la expedición. Para Erik, que ya contaba con el patrocinio de numerosas marcas de ropa deportiva, éste se presentaba como el mayor reto de su vida. Si fracasaba, no sólo él se iba a sentir decepcionado, sino también todos los ciegos. Su fracaso supondría una confirmación de que ciertas actividades siguen estando vedadas para los no videntes.

Erik le explicó a todo el mundo que él era un experto escalador, y que si no lograba su objetivo, sería más por culpa de su corazón, de sus pulmones o de su corazón que de sus ojos. No le daba miedo el peligro físico del intento, pero sí temía la reacción de la opinión pública del mundo entero. "Pero sabía que si iba y fracasaba me sentiría mejor que si no lo intentaba", dice Erik.

La privación de oxígeno altera el cuerpo humano de la manera más extraña. El ritmo cardíaco se descontrola, la actividad cerebral disminuye, la sangre se engorda y el intestino se paraliza. La mente juega malas pasadas, especialmente por encima de los 7.600 metros, altitud a la que, según una famosa cita de Jon Krakauer en su libro Into Thin Air (Mal de altura), "la mente del escalador se vuelve la de un reptil".

A dicha altitud, Erik no podría depender de nadie más que de sí mismo. Sus compañeros de expedición tendrían que guiarlo, haciendo sonar la campanita para que no se perdiera. Pero en estas condiciones tan extremadamente inhóspitas, los demás estarían más preocupados por su propia supervivencia que por la de Erik. Paradójicamente, Erik tendría ciertas ventajas en la fase final de la ascensión. Para empezar, a esa altitud, todos los escaladores deben llevar gafas protectoras y máscaras de oxígeno, haciéndoseles difícil ver por dónde pisan, mientras que Erik está más a sus anchas, acostumbrado a dicha circunstancia. Además, el asalto final a la cumbre comenzó a primeras horas de la noche, por lo que la mayor parte de la escalada tuvo lugar en la más absoluta oscuridad, y con la única ayuda de una linterna en el casco.

Para cuando Erik y su equipo emprendieron el último tramo desde el campamento 4 ya llevaban dos meses en la montaña, subiendo y bajando de campamento en campamento para acostumbrarse a la altitud y para reunir todo el material necesario para llegar a la cima, especialmente las botellas de oxígeno. Ya habían intentado alcanzar la cumbre de la montaña en una ocasión, pero las inclemencias meteorológicas los habían obligado a retornar. En la cumbre del Everest, a más de 8.850 metros de altitud, los vientos pueden superar los 160 kilómetros por hora, y lo que desde abajo parece una nubecita de algodón, en la cima no es sino una feroz y devastadora tormenta.

A siete días del fin de la temporada de ascensiones, la mayoría de los expedicionarios sabían que sólo iban a disponer de una oportunidad para llegar al techo del mundo. Por ese motivo, cuando Erik y Chris Morris llegaron a la cresta Sudeste después de una ardua ascensión por una pared de hielo, se les cayó el alma a los pies al ver que el cielo se llenaba de relámpagos y que arreciaba una tormenta de nieve. "Creímos que era el fin de todo", dice Erik.

Cuando el campamento base les comunicó por radio que la tormenta estaba amainando, Erik y el resto del equipo estaban cubiertos con una capa de cinco centímetros de nieve. Animados ante la perspectiva de que pasara la tormenta, subieron por un saliente y ascendieron lentamente a pie por un corto pasaje hasta la cresta Sur a 365 metros de la cumbre. Los escaladores parecían entonces auténticos astronautas caminando por un planeta extraño. Se movían con lentitud debido al cansancio por los enormes abrigos, las mochilas con los tanques de oxígeno y las gafas protectoras.

Con un precipicio vertical de 3.000 metros por el lado del Tíbet, y otro de más de 2.100 metros por el lado de Nepal, la cumbre Sur a 8.765 metros de altura es donde muchos escaladores arrojan la toalla. Es una cresta montañosa sumamente angosta de 200 metros de hielo, nieve y pizarra fragmentada, y la única manera de sortearla es dando pequeños pasos sujetándose con un pico. "Notas cómo la roca se va haciendo astillas", declara Erik. "Y las oyes caer al vacío".

Finalmente, el tiempo mejoró cuando llegaban al paso Hillary, una pared de roca de 12 metros que constituye el último obstáculo importante antes de la cumbre. Erik trepó por el murallón. A partir de ahí faltaban 45 minutos de caminata por una pendiente muy pronunciada de nieve hasta alcanzar el pico de la montaña. "Mira, mira, hermano", le dijo Jeff Evans al ciego una vez llegaron al techo del mundo. "Párate un momento y contempla con calma".

La expedición podría declararse como la más exitosa de la historia de ascensión al Everest, y no sólo por la hazaña de Erik. La expedición batió el récord de escaladores de un grupo que lograron llegar a lo más alto: 19. Además, llegaron a la cima el montañista con más edad de la historia, Sherman Bull, con 64 años, y fue la segunda ocasión en que un padre y un hijo subieron juntos hasta la cumbre (el propio Bull y su hijo Brad).

Resulta difícil para una persona con visión normal asimilar la magnitud del logro de Erik. Con qué podríamos compararlo? Cómo podríamos medirlo? Tal vez lo importante sea precisamente reconocer que es imposible poner en perspectiva esta hazaña, ya que nadie ha conseguido jamás nada parecido. Se trata de una proeza singular en la que verdaderamente se ha llevado hasta el extremo la capacidad de un ser humano.

Erik espera su vuelo de conexión en el aeropuerto internacional de Katmandú rumbo a Golden (Colorado) rodeado de sus compañeros de expedición y de 75 maletas y cajas. El éxito alcanzado tiene a todos los componentes radiantes de felicidad. Posando para una y otra foto, y firmando los boletos de avión de otros pasajeros, Erik admite tener ganas de regresar a casa. Dice que el Everest ha sido genial; seguramente la mejor experiencia de toda su vida, pero luego recuerda sus paseos por las calles de Colorado con su hija a cuestas mientras ella agarra la mano con sus deditos minúsculos. "Emma... eso sí que fue toda una cumbre", dice. Cumbres hay en todas partes. Lo que hay que saber es dónde mirar. 

Publicación 

eltiempo.com 

Sección 

Lecturas fin de semana 

Fecha de publicación 

17 de junio de 2001 

Autor 

Por KARL TARO  

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